Morir en Varanasi. Donde el alma encuentra su libertad

Varanasi no es solo una ciudad en la India: es un umbral entre mundos, un lugar suspendido entre lo visible y lo invisible, donde la vida y la muerte se abrazan suavemente a orillas del Ganges.

Dicen que morir aquí es morir en paz. Que quien da su último aliento en esta tierra sagrada, rompe el ciclo eterno de nacimientos y renacimientos. Porque en Varanasi no se teme a la muerte: se la honra como parte natural del viaje del alma.

Las mañanas despiertan envueltas en niebla dorada. El sol nace sobre las aguas sagradas y con él, los cánticos, las flores flotando, los cuerpos que se bañan para purificarse, los sadhus que meditan en silencio. Y entre todos ellos, los cortejos fúnebres que avanzan por callejones estrechos, llevando sobre los hombros a quienes están a punto de fundirse con el fuego eterno.

En los ghats, las llamas nunca se apagan. Los cuerpos, cubiertos de telas color azafrán y guirnaldas, son sumergidos por última vez en el Ganges y luego ofrecidos al fuego. El humo asciende al cielo como un suspiro, como un último canto. Cuando el cráneo se abre, dicen que el alma se libera.

Nada se detiene. La vida sigue: los niños nadan, las vacas buscan comida, las mujeres llenan sus vasijas con agua sagrada. Todo convive con la muerte, con la certeza de que no es un final, sino un regreso. Un regreso a la fuente, a ser uno con la divinidad, con el universo.

Y mientras las cenizas se disuelven en el río, la familia entra en silencio, en recogimiento, en trece días de oración y espera. Al final, cuando el alma ha cruzado, se celebra con dulces, flores y cantos: el viaje continúa en otra forma, en otro cuerpo, en otro tiempo.

Morir en Varanasi es, para muchos, el mayor deseo espiritual. Porque aquí, entre humo, agua y plegarias, el alma —finalmente— se libera.

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